Ella llora tranquila por sus heridas ancestrales y yo la entiendo. Su dolor es el mío y viceversa, el amor también.
Sus desvaríos son de a ratos insoportables, de a ratos encantadores. Su inocencia, sobre todo, es lo que me maravilla. Su inagotable don para la alimentación y los colores de su casa.
Quisiera ayudarla, contenerla y llevármela en una alfombra mágica a algún lugar lleno de sol y cosas milagrosas para que sanemos nuestras heridas juntas.
Hay algunas almas que parecen ser universales.
Son no una sino tres grandes mujeres las que de pronto hilvano en mi pecho; en ellas veo mi continuidad a pesar del tiempo, desde el corazón hasta el punto de encaje. Son seres de un amor incontenible, tanto que a veces se vuelve nocivo.
Su carencia total de self-conciousness las vuelve deliciosas, imperfectas... y eso es algo que admiro. Algo así leí también sobre Edie Sedgwick, la modelo de Andy Warhol, una mujer irreductible que se drogó hasta morirse de tanta intensidad.
Dos rubias una castaña. Tres pares de ojos tristes. Diez hijos. Dos ciudades. Una casa dos departamentos. Muchas plantas. Algunos kilos de más. Varias décadas de terapia.
Estoy convencida que el devenir de una mujer pasa por resolver cierta encrucijada que trae como una estampa desde su primer día de vida, incluso desde antes.
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