All these accidents that happen, follow the dot, coincidence makes sense only with you, you don't have to speak, I feel emotional landscapes, they puzzle me, then the riddle gets solved and you push me up to this state of emergency, how beautiful to be, state of emergency is where I want to be.

miércoles, 6 de agosto de 2008

Lo que es escribir un texto de mierda

Ya desde la ruta respiro la humedad. Atravesamos un parque interminable, donde hasta los troncos de los árboles son verdes. Tierra fértil, pienso. De tanta niebla la laguna se confunde con el cielo. A lo lejos dos pescadores preparan su caña sentados sobre un muelle, y yo me pregunto si estarán pescando la nada.

Llegamos a una casa casi derruida. Todo en esta ciudad parece haber sufrido algún tipo de erosión, las calles están vacías y casi no hay sonidos, las copas de los árboles están cortadas como con tijeras. La ciudad duerme.

La casa es una escuela de monjas, o algo por el estilo. Ya lo anuncia una Virgen del Rosario apostada en la puerta. Alguien bromea. Este lugar da más para una película de terror. Me río mientras recorro con la vista las ventanas con sus persianas rotas, también verdes.

Algunos minutos más tarde estoy parada en medio de un zaguán, hay un escritorio, un par de muebles viejos y algunas personas que circulan apuradas. Sin embargo hay un clima somnoliento…Una mujer toma el desayuno en medio de una pila de papeles. Le doy un beso a unas señoras que nos miran sonrientes. Gracias por venir, corean. No hay mucho espacio, ni luz, pero todos están despiertos y ocupados en algo. Me mareo un poco.

Los sonidos que de a poco se cuelan no son lo que yo imaginaba. Intuyo que detrás de la puerta que me separa de la galería reina el caos. Eso me produce cierto placer… No logro captar de dónde vienen los sonidos, ni siquiera si son instrumentos los que los producen.

En la galería es todo diferente. Cegada por la luz de la mañana ya logro identificar: la batería del fondo, las cuerdas de cerca, los bronces en el medio. Un aluvión de chicos pasa y me roza. Corren por los pasillos, gritan, juegan con sus instrumentos, se desafían, ríen frenéticos. Nadie repara en este grupo de zonzos que tímidamente comienza a recorrer el espacio.

De pronto el sonido amaina y queda una base de contrabajo como sosteniendo el aire. Puedo respirar mejor. Me acerco hacia el fondo y veo tres chicos morochos tocando, con un maestro marcando el tempo. Tampoco me miran, tienen los ojos pegados a sus partituras.

La casa tiene una forma extraña, a veces me parece que es un cubo, a veces una deformidad. Los chicos parecen volar, toman sus arcos y de a poco se van agrupando en las aulas. Un grupo no tienen lugar. Ahora agarramos el atril y vamos a la cocina, es el único espacio que queda libre, dice una maestra. Qué bueno, vamos a comer, responde un nene con una sonrisa.

El caos parece encontrar cierta quietud, muy de a poco, y en forma totalmente orgánica. Siento que en este desorden contenido esta ciudad se despierta. Algo germina y por algún motivo yo sigo dormida. Se me cruza por la mente John Cage. Será que me gusta la transgresión, los sonidos incómodos, la ambigüedad. Lo mismo me sucede cuando improviso, al final me interesa más el momento de transición del caos a la forma, del despertar a la conciencia, que la danza propiamente dicha.

En ese tipo de disquisiciones me encuentro mientras camino por los pasillos. Mis compañeros con sus camarítas digitales pretenden capturarlo todo, yo me conformo con deambular y dejarme teñir por el ambiente. Sé que hoy mi corazón y mis sentidos no dan para mucho más que eso.

Ningún profesor levanta la voz. Todos parecen saber que se terminó el tiempo de jugar y solos se van acercando a sus grupos de estudio con un aire de ritual. Como las coreografías que se generan no desde la consigna, sino desde la escucha colectiva. Conozco la calidad de la pauta consensuada, del código que va de adentro hacia afuera, y acá lo reconozco. Los chicos gritan pero se escuchan unos a otros, con el pecho abierto.

Mientras tanto algunas señoras siguen desayunando, al tiempo que encaran el papeleo. Un lutier con delantal arregla un violín en sobre una mesita, con absoluta parsimonia. Me cuenta que viene a Chascomús una vez al mes especialmente para eso, hace cinco años. Hay un libro de notas y leo un sinfín de elogios para la orquesta. Alguien escribió “el arte genera cambio”, y eso me remite a otra frase que leí hace poco: yo no pido que me den, sino que me pongan donde hay.

En esta casa deteriorada hay mucho, sobre todo oportunidades. No es dar cosas, sino generar un ambiente donde poder florecer, es mi conclusión… un poco grandilocuente y políticamente correcta. Lo cierto es que los chicos toman los instrumentos con la naturalidad con la que toman una pelota de fútbol. Y eso es tan placentero de ver… tan genuino todo. La belleza de lo que no pretende ser nada más ni nada menos que lo que es.

Pienso en el contraste entre el asfalto y los edificios grises de la ciudad, y la vegetación densa que parece impregnar todo con violencia. Puertas adentro pasa lo mismo, hace frío, las persianas están rotas, y sin embargo fluye la música como fluye un río. Imperfecta, levemente desafinada, irreverente.

Los arcos en el aire y las trompetas al cielo me hablan de una abundancia que yo hoy no tengo. Me retrotraigo a mi infancia y no me reconozco. Entre tantos chicos y tanta inocencia me pregunto adónde iré a parar en la búsqueda de mí misma. Sé que ese interrogante quedará como flotando en mi mente todo el día.